Algo te sube por dentro, como una marea que te oprime y te impulsa a descargar toda esa ira. Por más que lo intentas, no encuentras la calma y sólo notas calor e inquietud. Te esfuerzas por no gritar, por no insultar, por no romper... pero dentro sientes un demonio que se agita. Un gesto mínimo o una palabra de más son suficientes para desencadenar la tormenta. Entonces agarras lo que más cerca te queda, la botella de recuerdo de Cuenca, y lanzas las casas colgadas contra la pared del salón, impulsadas por un grito irreproducible. Tus ojos de loca buscan más productos delicados, hasta que encuentran el cenicero de cristal que te regaló tu tía. Cuando se hace añicos contra el suelo, respiras atropelladamente. Ya está. La rabia se fue por donde vino.
28 mayo 2008
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