30 marzo 2007

Pusilánime

La llama de la vela ondeaba al ritmo de sus respiraciones. La tenue luz de la mesa del rincón apenas dejaba entrever a la pareja en el instante en que ella levantó la vista:
-Sabes que, en mi fuero interno, siempre he inferido que eres un ente pusilánime, pánfilo, sibilino, profano, abúlico y epicúreo. Que en este lustro de cohabitación nuestro nexo se puede adjetivar como uniforme, exasperante, aciago o simplemente como un gabarro. Que tus prácticas amatorias son impropias de un tórtolo, del todo iteradas, toscas e imperceptibles. Que tu forma de entender el papel del amartelado está más cerca de la ensambladura del mirounga angustirostris que del amancebamiento de Lord Byron. Por todo este discernimiento, hoy quiero aseverarte que lo más pragmático es que me colmes de desdén y te lleves tu ignominioso empaque lo más acullá posible.
El amante la observó, deformada por la llama. Se levantó nervioso e improvisó una mala excusa. Salió del restaurante, entró en el coche y, de camino a su casa, pensó:
-En la estantería vacía, al lado de la biografía de Raúl González Blanco. Ese libro gordo debe ser un diccionario.

Mio cardio

Sentiste un dolor desconocido en el pecho y sólo querías sentarte a descansar. De camino al hospital dejaste un reguero de caras de preocupación y un rastro enorme de incertidumbre. Allí, sobre aquella lejana camilla, escuchaste a los médicos luchar por restablecer el cauce de tu vida. Sentiste la presión de unas manos que resucitaron tu pulso. Y celebraste con un suspiro el reencuentro de tu sangre al final de aquel atasco maldito. Hoy te recuperas rodeado de máquinas, pantallas y cables, matando tú al tiempo con un sudoku. Flotando, con cara de satisfecho, en el mar de lágrimas que creó la cruel mentira de que te ibas.

La vida

La vida sigue normal. Conduces escuchando la radio, te enfadas con el tipo que no pone el intermitente, peleas con el aire acondicionado y miras distraída por la ventanilla. La vida sigue como si nada. No encuentras aparcamiento, llegas tarde al trabajo y tu jefe te acosa con órdenes absurdas sólo para recordar que en la oficina existe la autoridad. La vida sigue cansina. Te tomas un cortado horrible en la máquina de siempre. Miras el reloj mil veces. Revisas el móvil por si él, como casi siempre, te ha mandado un mensaje de amor. Y esperas que sean las seis, también como siempre, para correr despacio de regreso a casa. La vida sigue, para ti, tan cotidiana como en enero, marzo o junio. Ignoras que todo va a cambiar en cuestión de unos segundos. Que el acero será de barro, que la roca será de pan. Que todo se transformará en nada cuando suene el móvil y una voz entrecortada te diga, con unas palabras que jamás olvidarás, que él acaba de morir.

El fraude

Vivo acostado en una especie de estudio minúsculo. Apenas puedo incorporarme unos 30 grados. Mis pies y mi cabeza gozan de una autonomía reducida: 10 centímetros por abajo y 10 centímetros por arriba. No tengo baño ni cocina. Ni siquiera una mísera barra americana sin mujeres. Mi vivienda se limita a un rectángulo hecho casi a la medida. Eso sí, es mullido, cálido y tranquilo, extremadamente tranquilo. No tengo ni una queja de los vecinos. Lamento que esté mal iluminado y que su ventilación sea prácticamente nula. Es todo interior. No hay teléfono, electrodomésticos, enchufes o tomas para la antena de televisión. Carezco de armarios y, según mis cálculos, esta vivienda no supera el metro cuadrado. Llevo casi siete meses sin pagar hipoteca ni agua ni luz ni basura ni contribución urbana... Cada día estoy más convencido de que me han vendido un nicho.

Antalgin

Yo sé que el Antalgin es un antiinflamatorio. Me lo ha dicho mi madre. Es una medicina muy fuerte que te cura muy rápido. Yo ya casi sé lo mismo del Antalgin que los médicos. Mi madre dice que las medicinas no son para los niños, pero menos mal que yo no le he hecho caso. Porque si no fuera por mí, ya no tendríamos casa. Aquel día en que ella se dejó la sartén en el fuego, si no fuera por lo que yo sé, se hubiera quemado todo. Mi padre me explicó que las cosas que se queman son inflamables; por eso, cuando yo vi que la cocina ardía, le eché un Antalgin.

El error

Oigo un grito terrible de mi hija. Corro hasta su habitación y la veo sobre la cama, señalando aterrorizada un extraño insecto que se arrastra por su alfombra. Sin pensarlo, lo aplasto con mis mocasines de verano. Me siento junto a ella, la acaricio y observo que el animal aún mueve una pata. Me agacho, lo miro de cerca y percibo un murmullo agónico: “¡Helfen! ¡helfen!”. Entonces entiendo todo. Acabo de matar a Kafka.

Al origen


Salió un día de un lugar cálido y cercano y ahora lucha cada noche por regresar, al menos en parte, a algún barranco acogedor que le resulte vagamente familiar; a alguno de esos despeñaderos que le recuerden los precipicios húmedos de su origen. Las noches en que no logra su objetivo, opta entre reencontrarse con otras cinco partes de sí mismo o cruzar la frontera, pagar el canon y recorrer con los ojos cerrados alguna de esas gargantas sin nombre que surgen en pleno corazón de las ciudades.

Vaho

Primero un calzoncillo, luego dos calcetines. Me enfundo el pantalón y detrás viene la camiseta. En el armario busco un jersey y en el respaldo de la silla de la cocina encuentro mi cazadora de pana. Si no llego a tropezar con las botas de camino a la puerta, habría salido descalzo. En los días de frío, como éste, también cojo los guantes, la bufanda y un gorro de lana azul. La luz de la mañana me molesta y siempre me coloco unas gafas de sol enormes que alguien dijo que eran modernas. Mientras paseo por la calles y me cruzo con otros seres cubiertos, reparo en que sólo el vaho da fe de que aquí debajo existe un cuerpo.

Supervivientes

Después del terremoto, los supervivientes salieron a las calles cubiertos de polvo y sangre seca. Caminaban como espectros por las calles rajadas, entre edificios torcidos, jirones de casas y restos de normalidad. Un niño arrastraba un peluche ileso, con el rostro lleno de polvo de cemento fraguado con lágrimas y mocos. Una mujer lloraba arrastrando una chola roja, tres rulos y una clavícula rota. Dos hombres sin zapatos, abrazados como amigos borrachos, avanzaban separados por la línea blanca y quebrada de la calle, sin mirar al chico que, atrapado bajo tres planchas de hormigón, pedía sin fe ayuda con su única extremidad sana. Nadie reparaba en los demás. Todos avanzaban con un rumbo fijo. Buscaban una tele para ver qué había pasado.

El sobre

El sobre era marrón, como los de las radiografías, pero mucho más pequeño. Se notaba que lo habían llenado a conciencia porque estaba precariamente cerrado, presionado desde dentro como la barriga de una embarazada. Debía medir unos veinte por diez centímetros, con la altura de “Cien años de soledad”, aunque en aquel momento parecía enorme. Más grande que la mesa. Mayor que la habitación. Lo miré durante varios minutos, con el pulso acelerado y la respiración presente. Sopesando, dudando y temiendo: ¿Pero qué quieren comprar, si yo no vendo nada?