Iba por el último párrafo de aquel artículo cuando el periódico salió despedido de sus manos. Su cuerpo se inclinó hacia adelante, empujado sin remedio por la ley de la gravedad, y sus brazos se abrieron desesperados, como alas, buscando asidero. Con el pelo al viento y la expresión asustada perdió, como un futbolista cualquiera, la verticalidad. Milésimas de segundo antes del golpe, cerró los ojos y anticipó el dolor. Aún aturdido por el choque contra las baldosas, sintió el calor de una mano delicada. Avergonzado, elevó la vista y vio la sonrisa de la mujer más hermosa de la ciudad. En el suelo, sucio y ridículo, celebró su suerte y la invitó a un café.
16 enero 2008
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