Cuando el terremoto sacudió los pies de Yungay, los fieles rezaban en la iglesia. Con cada temblor de la tierra, crecía también la magnitud de las oraciones que pedían clemencia divina. Al cesar los vaivenes del piso, algunos salieron a comprobar los efectos del desastre, mientras los más creyentes seguían rogando piedad a su dios omnipotente. A varios kilómetros de allí, en la cumbre del Huascarán, una inmensa masa de rocas, barro y nieve inició un galope mortal. Tres minutos después, la avalancha que vino del Valle de Ranrahirca sepultó por completo la ciudad de Yungay, demostrando que la fe no detiene montañas.
01 septiembre 2007
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