En el estrecho mundo que existe entre la doble puerta de tu terraza, una mosca lucha por su vida a golpes contra el vidrio. Su zumbido ahoga los constantes impactos de la batalla, pero no tanto como para que no te percates de lo que sucede. Después de un minuto, decides tomar partido por la mosca y te levantas. Abandonas las sábanas cálidas y decides jugar a ser dios en la Tierra. Cuando abres las puertas notas el frío y, pleno de impaciencia, conminas a la mosca a que abandone su encierro. Cuando por fin se pierde en la inmensidad del mundo, te sientes un bienhechor. No sabes que tu dedo se ha posado sobre uno de sus minúsculos excrementos. Para cuando te lo eches a la boca ya será demasiado tarde: ese gesto es el germen de la salmonelosis que te llevará a la tumba.
06 marzo 2008
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