28 agosto 2008

La medalla

Tanto que te costó conseguirla, tanto trabajo y sacrificio ahora perdidos. Has extraviado tu medalla, sí, la medalla de oro por la que sufriste durante cuatro años, la medalla que te costó tantas horas extras de trabajo, la medalla que te quitó el sueño y te hizo soñar. Cuántas veces te dije que no tomaras esas cosas, que un día te podían perjudicar y, al final, por usar sustancias prohibidas has perdido tu medalla. Después de la gloria, cuando por fin la habías conseguido alguien fue a buscarte de noche a la habitación. Volviste cabizbajo a la mañana siguiente, ebrio de todo y con el cuello desnudo. Tanto lo celebraste que, al final, perdiste la medalla de oro, la de los 3.000 euros, la de la Virgen de Candelaria que siempre quisiste lucir y no te duró ni un día.

Papá, Tierra

Apenas sabes hablar y ya me llamas papá. Apenas articulas diez o quince palabras y ya pides agua, ñam ñam y calle. Señalas y sabes donde ir: pallá, pacá. Sabes lo que quieres y lo reclamas con la fuerza que te da tu año de vida. Apenas puedes caminar y ya te lanzas a correr, apenas sabes masticar y ya te lo quieres comer todo. Eres un atrevido, hijo, por eso aprendes tan rápido. El otro día agarraste la bola del mundo y me diste una lección: la abrazaste primero, para quererla; luego la golpeaste, para intentar espabilarla, y, al final, mientras la mandabas a rotar con desdén, la diste por perdida. Igual que los sabios.

11 agosto 2008

Papel mojado

A la duodécima hora ininterrumpida de trabajo en la hamburguesería, al grito de “sirva usted dos raciones grandes de papas fritas”, el empleado respondió blandiendo el Estatuto de los Trabajadores. Al quincuagésimo día de trabajo ininterrumpido, al grito de “¡una pizza tropical con cebolla, atún y berenjenas!”, el ex empleado de la hamburguesería respondió mostrando el Estatuto de los Trabajadores. Al enésimo día en el paro, al grito conyugal de “¿qué vamos a comer hoy!”, el ex empleado de la pizzería respondió con un gesto digno: arrancó la página del artículo 4 del Estatuto de los Trabajadores, la de los derechos laborales básicos, y la mojó en la yema de dos huevos.

01 agosto 2008

Todopoderosos

La chica cerró la puerta con todas sus fuerzas y, como impulsada por el estruendo, emprendió una desesperada carrera con los pies desnudos. El camisón flotaba como un fantasma en la noche, acompasado por el sonido de los pies sobre el asfalto mojado. Corría sin mirar atrás, pero cuando el miedo y la curiosidad la obligaron a girar el cuello, tropezó. El golpe le levantó, a medias, la uña del dedo gordo. El dolor fue tan intenso que olvidó la cercanía de la muerte. Tras unos segundos de sufrimiento ausente, vio acercarse a la carrera al asesino. Trató de incorporarse, pero volvió a caer. Inmóvil, con la pistola a menos de tres metros, miró al cielo y rogó: “Por favor, no me mates, tú eres el todopoderoso”. El disparo recordó que si Dios no se prodiga en milagros, menos abunda la piedad entre los escritores.